El 20 de septiembre de 1586, siete católicos ingleses fueron ejecutados en Londrés por alta traición. Estaban acusados de intentar asesinar a la Reina Isabel I con el objetivo de coronar a María Estuardo y devolver el catolicismo al país. El método elegido para acabar con la vida de los cabecillas fue atroz. Primero los llevaron a la horca, pero justo antes de morir asfixiados, el verdugo cortó las sogas y los dejó caer al suelo para alargar su agonía. A continuación los castró y descuartizó. Entre ellos estaba Anthony Babington, el hombre poderoso en la sombra detrás de aquella conspiración.
En aquel mismo juicio fueron condenadas otras siete personas, que corrieron una suerte parecida al día siguiente, en
la que fue una de las conspiraciones más importantes sufridas en la historia de la monarquía inglesa. No hay que olvidar que, entre la subida al trono de la Reina Isabel en 1570 y su muerte en 1604, se organizaron otras tres grandes tramas más para acabar con ella. El Vaticano estuvo detrás de las principales, aunque fueron saldadas con alrededor de doscientos católicos ajusticiados y otros tantos encarcelados.
El Papado estaba convencido de que María Estuardo podía convertirse en el instrumento perfecto para canalizar los complots con los que provocar, en la segunda mitad del siglo XVI, que Inglaterra abrazara de nuevo el catolicismo. Una necesidad urgente para la curia romana después del cisma que el padre de esta, Enrique VIII, había provocado en 1534, cambiando para siempre la historia de Inglaterra.
Este monarca llevaba muchos años tratando de tener descendencia masculina que heredara su trono, pero la suerte no le sonrió. Con su primera esposa, Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos, solo había tenido a María de Tudor, pero la idea de que una mujer reinase era algo inconcebible en la Inglaterra de aquella época. Cuando se convenció de que no iba a ser posible con ella, intentó por todos los medios anular el matrimonio y casarse con Ana Bolena, pero el Papa Clemente VII no accedió.
El secretario de Estado, Thomas Cromwell, le planteó entonces la posibilidad de separarse de Roma y crear un departamento espiritual dentro de su Estado bajo la batuta del Rey como único representante de Dios en dicho reino. Enrique aceptó y nació el protestantismo, que es todavía mayoritario en Gran Bretaña. Las aspiraciones de esta nueva corriente religiosa fueron heredadas por la hija que Enrique VIII tuvo con Ana Bolena, la mencionada Isabel I, que casi desde el mismo momento en que accedió al poder en 1570 comenzó a ser objetivo de las conjuras.
Ese mismo año, el Papa Pío V emitió la bula ‘Regnans in Excelsis’, que declaraba a la Reina hereje e informaba de que sus súbditos ya no le debían lealtad. Su sucesor, Gregorio XIII, proclamó además que el asesinato de Isabel I no sería considerado pecado. A esto se une que su prima María Estuardo había empezado a reclamar sus derechos al trono inglés y muchos católicos ingleses la consideraban, desde entonces, la legítima soberana. Eso hizo que la monarca la percibiera como una amenaza y que la confinara en varios castillos y palacios señoriales del país.
En ese momento, sin embargo, ya se había extendido por Inglaterra la idea de que el catolicismo era la expresión religiosa de una política cruel y traidora que reflejaba la dominación de Europa por parte de Francia y España. Todo católico podía ser acusado de apoyar una invasión de las islas por parte de estos dos países en el caso de que se produjera. Por esa razón, uno de los ministros más importantes de Isabel I, Francis Walsingham, formó un servicio de espionaje que se encargara de reprimir toda esa oposición y que abortara las conspiraciones contra la Reina.
Destapar la conjura de Babington fue su mayor éxito y le ofreció a la Reina de Inglaterra la oportunidad de acabar con María Estuardo, aplastar cualquier intento posterior de implantar el catolicismo y borrar de un plumazo esa corriente de opinión que la calificaba de monarca ilegítima por ser hija de Ana Bolena. Todo comenzó en 1580, cuando el joven noble Anthony Babington le habló al sacerdote John Ballard de la posibilidad de asesinar a Isabel I. El magnicidio sería ejecutado por un inglés católico llamado John Savage, que se convirtió en la tercera pata de ese plan.
Al trío se sumaron después otros jóvenes católicos, pero ninguno se percató de que había un agente doble infiltrado entre ellos, Robin Poley, que fue informando detalladamente a Walsingham de cómo se desarrollaba el complot. El 6 de enero de 1586, informó de que el sacerdote católico Gilbert Gifford estaba ayudando a María Estuardo a enviar y recibir mensajes durante su encierro, a través de técnicas de esteganografía que ocultaba en un tapón hueco de barril de cerveza.
El 28 de junio, María envió una nota amistosa a Babington. El 12 de julio, este le respondió con otra en la que le describía todas las medidas que debían tomar para matar a Isabel y que ella fuera liberada. Cinco días después, la reina prisionera escribió una crítica favorable de toda la trama y exigió más información. El 3 de agosto, el joven conspirador jefe le advirtió de que un criado de Ballard que colaboraba con ellos era, en realidad, un traidor, pero le suplicó que no flaqueara y siguiera adelante con el plan.
Aunque no lo dijera, Babington estaba aterrorizado. Estaba convencido de que había más infiltrados y no le faltaba razón. Desde el primer momento, los espías de Walsingham conocieron la conspiración a través de Gifford, que había recibido información de cada una de las cartas que se habían enviado María Estuardo y los conspiradores. En un principio, los jefes de los servicios secretos de Isabel I no tuvieron prisa de arrestar a nadie. Prefirieron seguir reuniendo pruebas.
Pocas semanas después, con la famosa conspiración ya diseñada al completo, María Estuardo dio su consentimiento para ponerlo en marcha, sin saber que la mayoría de las misivas habían sido interceptadas por los espías de Walsingham. A principios de agosto ordenó finalmente detener a Ballard y Babington intentó presionar a Savage de que perpetrara el asesinato cuanto antes, pero no se atrevió. Al principal conspirador no le quedó otra opción que huir, cortándose el pelo y untándose la piel con aceite de nuez para parecer otra persona. No obstante, a finales de agosto fue descubierto y arrestado, al igual que todos sus compañeros.
Los días 13 y 14 de septiembre fueron juzgados. Babington no ocultó su culpabilidad y tanto él como el resto de conspiradores fueron condenados a la horca y a ser descuartizados. El 19 de septiembre este escribió a la Reina Isabel para implorarle que obrara «un milagro». También le ofreció 1.000 libras a un amigo para que intercediera en su liberación, pero ninguna de las dos cosas funcionó, por lo que al día siguiente todos los condenados a muerte fueron trasladados al cadalso ubicado a las afueras de Londres.
Una gran multitud se reunió para ver el espectáculo. Ballard fue el primero en ser ahorcado y descuartizado, por lo que Babington fue testigo de la ejecución. Según un testigo presencial, mostró hasta el final «una señal de su antiguo orgullo» y permaneció de pie en vez de rezar de rodillas. Cuando le tocó su turno, todavía continuaba vivo cuando le quitaron la cuerda del cuello y el verdugo empezó a usar su cuchillo. Durante la noche se informó a Isabel I de aquellas escenas atroces y ordenó que los otros conspiradores fueran ‘solo’ ahorcados hasta morir.
La importancia de la conspiración está en la participación de María Estuardo, que también fue condenada a muerte por su intercambio de cartas con Babington. La noche del 7 de febrero de 1587 le comunicaron que sería ejecutada al día siguiente y se pasó las últimas horas de su vida rezando, repartiendo sus pertenencias entre sus allegados y escribiendo una carta al Rey de Francia. Llegada la hora, el verdugo y su ayudante le pidieron disculpas. «Os perdono con todo mi corazón, porque ahora, espero, daréis fin a todos mis problemas», respondió. Y le seccionaron la cabeza.
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