Estalló la hiperinflación. Para los alemanes todo fue imprevisto y demoledor. Los precios y salarios comenzaron a subir tan vertiginosamente que era posible ponerse en una cola para comer una salchicha a un determinado precio, y tener que pagarla cinco veces más cara al llegar al mostrador.
El
colapso se produjo el 30 de octubre de 1923. Ese día, el precio del
dólar norteamericano, que había valido 4 marcos en 1914, alcanzó la
extraordinaria cotización de 6 billones de marcos (4,5 billones según
algunos autores).
Majorie Palmer (citado por Álvaro Alsogaray en su ensayo Lo que vendrá, publicado en La Prensa el 15/7/75) describe con patetismo estremecedor lo ocurrido en esos días de pesadilla:
“Es
difícil para cualquiera que se haya criado en una sana economía
monetaria comprender el caos que siguió al colapso del marco alemán.
Para el público en general, la inflación era más notable y dolorosa en
los pequeños comercios donde compraba sus alimentos, ropa y otras
necesidades básicas. Los precios variaban por hora y los nuevos valores
se anunciaban y remarcaban continuamente a medida que el valor del marco
continuaba su espiral descendente.
“En
un día de junio un hombre pagó 14.000 marcos por un sándwich de jamón.
Al día siguiente el mismo sándwich, en el mismo negocio, le costó 40.000
marcos (6.000 dólares al cambio de la posguerra). Los habitantes de las
ciudades que vivían a sueldo encontraban que sus cheques semanales
apenas cubrían el costo del transporte hasta sus casas.
“Muchos
pequeños negocios cerraron cuando habían vendido sus mercaderías.
Otros, más habilidosos, comenzaron a retener sus productos hasta el día
siguiente, cuando los precios subirían seguramente. Pero poco después,
hasta ellos se vieron obligados a cerrar cuando los granjeros y
mayoristas comenzaron a negar sus entregas a cambio de marcos que se
deterioraban tan rápidamente”.
Willi
Frischauer relata lo que le ocurrió al compositor Mischa Spoliansky el 1
de noviembre de 1923. El famoso músico quiso comprar el diario
“Berliner Tageblatt” para enterarse de cuánto le costaría ese día el
boleto de tranvía, pero se encontró con la sorpresa de que los 28
millones de marcos que llevaba encima no le alcanzaban para comprar el
diario porque el precio del ejemplar había subido repentinamente a 3.000
millones de marcos.
Cuando
Spoliansky tomó el tranvía para dirigirse al centro de Berlín, sus 28
millones de marcos sólo le sirvieron para pagar una sección del
trayecto, debiendo bajar y caminar el resto.
“La
editorial le dio por sus composiciones musicales 3.500 millones de
marcos –cuenta Frischauer- equivalente a 185 millones de libras
esterlinas del tipo de cambio de 1913, pero a la mañana siguiente aquel
dineral no le sirvió ni para comprar un litro de leche a su hija”.
Se
han recogido muchas historias semejantes de esa época. Las amas de casa
salían angustiadas a la calle y recorrían los negocios tratando de
hallar algún comercio cuyos precios no hubiesen sido aún actualizados.
Los diarios anunciaban diariamente el “índice” o “multiplicador” de la
jornada, un número por el cual había que multiplicar los precios del año
1913. El día 2 de noviembre, el multiplicador para determinados
productos alimenticios fue ¡de 76.400.000.000!
El dramaturgo Stefan Zweig dice en su autobiografía(El mundo de ayer,
Editorial Claridad): “Relatar la inflación alemana en sus detalles, con
todas sus inverosimilitudes, requeriría un libro, y ese libro
impresionaría a los hombres de hoy como un cuento de hadas. Viví días en
que por la mañana pagué cincuenta mil marcos por un diario, y cien mil
por la tarde. El que tenía que cambiar dinero extranjero distribuía la
conversión por horas, pues a las cuatro recibía multiplicada la suma que
se pagaba a las tres, y a las cinco, varias veces más que sesenta
minutos antes. ¡Vi a un mendigo arrojando furioso un enorme fajo de
billetes de cien mil marcos a un albañal! Al precio de cien dólares
podían comprarse series enteras de edificios de seis pisos en el
Kurfürstendamm; hubo fábricas que no costaban más, convirtiendo la
moneda, que antes una carretilla”.
Efectivamente,
quien por aquellos días poseía moneda extranjera era todo un potentado.
Es bastante conocida la historia de los cuatro jóvenes turistas que
visitaron Berlín en 1923 con un billete de cien dólares. Cuando el rico
protector del que los cuatro jóvenes dependían (el filántropo Janvan
Loowen) tuvo que dejar Berlín por un par de semanas, les dejó un billete
de cien dólares en préstamo y todos se fueron a celebrar el
acontecimiento con una cena en el mejor restaurant de Berlín. Cuando
quisieron pagar la adición con el billete de 100 dólares, n o pudieron
darles el cambio, ya que el equivalente en marcos era superior a los
ingresos de todo un mes en el restaurant. Los jóvenes dejaron sus
domicilios y pudieron marcharse. Luego de repetir esta escena en
diferentes restaurantes todas las noches durante dos semanas, pudieron
devolver el billete a su propietario y cancelar con cheques sus deudas
en los restaurantes. Cuando estos hicieron efectivos los cheques en los
bancos, el marco valía cincuenta veces menos que la semana anterior.
(Acotemos que a los alemanes no se les había ocurrido inventar la
“indexación” o actualización monetaria, invento brasileño que los
argentinos aplicamos tan fervorosamente).
“Unos
muchachos habían encontrado un cajón de jabón olvidado en el puerto
–cuenta Stefan Zweig–, se pasearon meses enteros en automóvil y vivían
como príncipes, vendiendo cada día uno de aquellos jabones, tanto que
sus padres, gente adinerada en otro tiempo, se arrastraban como
mendigos. Se daba el caso de ordenanzas que fundaban casas bancarias y
especulaban con moneda extranjera. Especuladores y extranjeros con
automóviles de lujo compraban fábricas y manzanas enteras de viviendas
como si se tratara de cajas de fósforos”.
Se cuenta que en el Banco del Estado, el Reichbank,
todo era caos y ansiedad. Había alrededor de mil empleados que
trabajaban en dos turnos para contar montañas de billetes que eran
diariamente cargados en grandes fajos en camiones que los distribuían a
los bancos de Berlín.
¿Y
qué hacían entretanto las autoridades monetarias dirigidas por el
doctor Rudolf Havenstein? Echar más combustible al fuego. No se les
ocurría otra idea que emitir y emitir más de aquellos billetes inútiles
que perdían su valor en cuestión de horas. Stolper (citado por Valentín
Vázquez de Prada en el segundo volumen de su Historia económica mundial)
asegura que en la confección de billetes trabajaban 150 plantas
impresoras y más de dos mil prensas que no podían dar abasto. La
dificultad material para fabricar semejante volumen de dinero se fue
agudizando en forma desesperante. Los funcionarios del Reichbank
trataban de canalizar los cargamentos de dinero a través de los
teléfonos, procurando que de las imprentas fuese llevado directamente a
bancos y fábricas. Toneladas de papel eran diariamente entregadas por 30
fábricas e imprentas oficiales y muchas particulares que habían sido
contratadas por el gobierno. Los cajeros de los bancos usaban
carretillas para llevar el dinero. Finalmente se había prescindido de
las mínimas condiciones de seguridad y los billetes ya no llevaban
siquiera número de serie, dado que en aquellos días a nadie se le habría
ocurrido asaltar un banco y mucho menos falsificar dinero.
La
distribución de billetes se hacía con extraordinaria eficiencia y
rapidez, y sin embargo habían perdido la mitad de su valor al llegar a
destino. Los bancos, finalmente, ni siquiera perdían el tiempo en contar
los fajos que recibían, y los billetes de valor menor de los días
anteriores eran directamente utilizados como combustible para la
calefacción, para empapelar paredes y hasta como relleno térmico en los
abrigos de invierno.
Con
la inflación cundió la inmoralidad (según, aclaremos, el concepto
pacato de la época): “Ni aun la Roma de Suetonio había conocido orgías
comparables a los bailes de invertidos de Berlín –comenta amargamente
Stefan Zweig–, donde centenares de hombres vestidos de mujeres y de
mujeres con indumentaria masculina bailaban bajo las miradas
complacientes de la policía. Por toda la ciudad se paseaban muchachos
pintados, junto con los profesionales del vicio (…) En los bares
oscurecidos veíanse a secretarios de Estado y hombres de altas finanzas
hacer la corte melosamente y sin la menor vergüenza a marineros
borrachos”.
“Las
revueltas callejeras y el pillaje, llevados a cabo por turbas
hambrientas –escribe Majorie Palmer– comenzaron a estallar en todo el
país. El gobierno que había temido que el aumento de los impuestos
inflamara a la gente, se veía enfrentado a las insurrecciones que la
inflación había causado. Los partidos extremistas se abalanzaron para
explotar la situación. Cerca de Leipzig, un Comité de Control Comunista
marchó sobre las granjas y obligó a los grandes propietarios, y aun a
los pequeños, a entregar su ganado que fue carneado en el acto y vendido
a bajo precio. Una turba invadió el mercado central de Hannover
llevándose todo lo que encontraron, al costo de cinco muertos. En
Sajonia y Turingia los comunistas se unieron con los socialdemócratas
con la intención de organizar un golpe de Estado que derrocara al Reich y
les diera el poder. En Munich, Adolf Hitler y los nacionalsocialistas
urgían a las autoridades para que se organizara una marcha sobre Berlín.
En setiembre de 1923 se declaró el estado de emergencia nacional y el
ejército fue llamado a sofocar las revueltas organizadas por nazis y
comunistas”.
No
se exagera cuando se afirma que la hiperinflación provoca la disolución
de una sociedad. Fue tal el desastre en Alemania que la vida se
transformó en un verdadero absurdo. La escasez de alimentos provocó
graves enfermedades en niños y grandes elevándose enormemente la tasa de
mortalidad- Un anuncio periodístico de aquella época muestra lo
grotesco de la situación: la asociación de dueños de funerarias anunció
que, dado el aumento del precio del carbón, se veía obligada a elevar el
costo de las cremaciones a 350 mil millones de marcos.
(En
la ilustración que sigue se observan estampillas alemanas de la
correspondencia que recibía en esa época mi abuelo desde Alemania. Allí
se puede ver que enviar una carta a la Argentina en enero de 1923
costaba la módica suma de tres marcos. En noviembre de ese mismo año,
apenas diez meses más tarde, la estampilla para esa misma carta costaba 500 millones de marcos).
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